MARIA MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS

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sábado, 16 de enero de 2010

EN LA ORACION HACEMOS VIDA LA LITURGIA

Autor: P. Antonio Rivero LC | Fuente: Catholic.net
En la oración hacemos vida la liturgia
Con la oración se va logrando la divinización del hombre mediante la liturgia.
En la oración hacemos vida la liturgia
En la oración hacemos vida la liturgia
Sólo si llevamos esa liturgia al corazón, esa liturgia se hace oración en nosotros y nos transforma. Es en el corazón donde nos encontramos con esa fuente de vida divina. Es en el corazón donde el hombre se siente en casa; es el lugar del encuentro auténtico con nosotros mismos, con los demás y con Dios vivo. El corazón reclama una presencia.

El corazón es el lugar de la decisión, el momento del “sí” o del “no”. El corazón tiende hacia esa Presencia que sacia y sólo en el corazón se da ese encuentro con Dios, si nosotros le abrimos. Y lo abrimos, si oramos.

Y quien nos hace entrar en oración es el Espíritu Santo. Él es el pedagogo de nuestra oración. Es indispensable empezar por Él y con Él. Él hace entrar en el corazón a Cristo resucitado. El Espíritu Santo es quien nos despierta a la oración. No sólo es Él quien viene a nosotros; nosotros también entramos en Él.

Y en la oración nos hace el Espíritu Santo pronunciar “Jesús”, y entramos en el misterio, y viviremos nuestro bautismo en Él, le ofreceremos todo, seremos invadidos por su divinidad.

Es en el corazón, como centro de la persona, donde está la tumba, y allí el mismo corazón depone el cuerpo siempre sufriente de Cristo, en la certeza de que el Autor de la vida, Dios, lo resucitará. Allí, en el corazón, está la tumba donde el Viviente desciende a nuestros infiernos para arrancarnos de la muerte y nos grita, como reza la segunda lectura de la Liturgia de las Horas del Sábado Santo: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo” .

Es en la oración, donde no sólo llevamos los perfumes a un muerto, sino que llevamos el grito de esperanza a quien no cree: “Ha resucitado”- le decimos. Nuestro corazón y oración se hacen eclesiales. En la oración somos iglesia. Y sobre el altar de nuestro corazón ofrecemos toda nuestra vida. Y sólo lo que pongamos, será transformado por el Espíritu Santo. Si ponemos poco, poco será transformado. Si ponemos mucho, mucho será transformado. Si ponemos todo nuestro ser, todo nuestro ser será transformado.

Cuanto más limpio y desapegado esté el corazón, más se llena del Espíritu. Cuanto más humilde y confiado es el silencio del corazón, más lo dilata Jesús con su presencia y nos convertimos en santos y nuestro corazón se abrirá a todas las gracias que Dios nos quiera ofrecer a través de la liturgia. Esas gracias nos santificarán. No somos nosotros los que nos santificamos; es Dios, fuente de santidad, quien nos santificará, si le dejamos y le abrimos nuestra alma.

Nos da miedo esta santidad, cuando nuestro hombre viejo rehuye la oración. Abandonando el altar del corazón, pretendemos compensar nuestro sacerdocio real trabajando sobre las estructuras de este mundo, ¡como si éstas pudieran hacer venir el Reino!

No queremos afrontar nuestra muerte, la muerte a nuestras ambiciones, a nuestras vanidades, a nuestros planes personales. Antes de trabajar sobre las estructuras económicas, sociales y políticas de este mundo, hay que trabajar primero sobre el corazón de cada uno de nosotros y convertirlo y santificarlo. Y esto lo logramos desde la oración. Y un corazón santo pondrá estructuras santas.

Cuando el corazón se decide a orar, entra en el Espíritu y en Cristo, participa en la epíclesis de la Iglesia y está en la vanguardia del combate, del gran combate pascual. En la oración, el Espíritu nos fortalece para el combate; nos despoja de nuestras armas pesadas e irrisorias, como le sucedió al pequeño David , para revestirnos de la armadura ligera del hijo de Dios, las armas de la cruz.

En la oración no hay celebración festiva. No. Hay lucha, y la oración ayuda a quienes dejaron las armas de sí mismos, para que vuelvan a la batalla, en la esperanza de la victoria de Dios. Entonces el corazón en oración se convierte en mesa del banquete, donde hemos sentado a todos, especialmente a los pobres y alejados, esperando que venga después el banquete eucarístico, donde compartiremos el mismo pan.

Y con la oración se va logrando, en cierto sentido, la deificación o divinización del hombre mediante la liturgia. Si con la oración consentimos que nos invada el río de la vida divina, nuestro ser todo entero será transformado, nos haremos árboles de vida y podremos dar siempre el fruto del Espíritu: amar con el amor mismo. Y el amor mismo es Dios.

A este misterio de la transformación en Dios, mediante la liturgia vivida, lo llamamos deificación. Transforma todo en nosotros: cuerpo, alma, espíritu, afectos, corazón. Deificación significa participación de la divinidad del Verbo que se ha unido a nuestra carne en nuestra humanidad concreta. Es la vida misma de Dios que Jesús nos comunica, a través de los sacramentos. Nuestra humanidad se va revistiendo de divinidad.

A decir verdad, desde que Cristo asumió nuestra naturaleza humana, y murió y resucitó, ascendiendo al cielo, ya nuestra naturaleza, con todo lo que tiene de bueno o de malo, ya no nos pertenece. Por eso, lo único que debemos hacer es no ser rebeldes y abrirnos al Espíritu para que esta deificación se ponga en marcha día a día. El hijo de Dios se ha hecho hombre, a fin de que el hombre se haga hijo de Dios, nos dicen los Padres de los primeros siglos.

¿Dónde se da esta deificación?

En la celebración de la liturgia, preparada por la liturgia del corazón en la oración. Esta deificación no es súbita, sino progresiva y vital, y depende de la disponibilidad de nuestra tierra. A veces es lenta, pero siempre es real, paciente.

Podemos romper, quebrar esta imagen de Dios por el pecado. Será el Espíritu Santo quien restaurará esa imagen de Dios en nosotros, desfigurada por nuestros pecados. El fuego del amor del Espíritu Santo consumirá nuestro pecado y lo transformará en luz.

Esta deificación crecerá por obra del Espíritu Santo. Él será quien hará esta obra maestra en nuestro interior. Él nos pone en comunión con la Trinidad santa. Lo único, pues, que atrasará esta deificación es nuestra resistencia al Espíritu, nuestra soberbia, nuestro pecado.

De ahí, nuestro trabajo de ascesis y sacrificio para luchar contra nuestras tendencias malas, y ofrecer todos los días nuestra naturaleza humana a la obra deificante del Espíritu. Esta obra de arte del Espíritu Santo en nuestra alma durará hasta el día que muramos. Muestra de esto es la vida edificante y heroica de los santos, que son todo un monumento a la obra secreta del Espíritu Santo en ellos.


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