|                      |     Sólo si llevamos esa liturgia al corazón, esa liturgia se  hace oración en nosotros y nos transforma. Es en el  corazón donde nos encontramos con esa fuente de vida divina.  Es en el corazón donde el hombre se siente en  casa; es el lugar del encuentro auténtico con nosotros mismos,  con los demás y con Dios vivo. El corazón reclama  una presencia. |  |   | En la oración hacemos vida la liturgia |  
 El corazón es el lugar de la decisión, el  momento del “sí” o del “no”. El corazón tiende hacia  esa Presencia que sacia y sólo en el corazón se  da ese encuentro con Dios, si nosotros le abrimos. Y  lo abrimos, si oramos.
 
 Y quien nos hace entrar en oración  es el Espíritu Santo. Él es el pedagogo de nuestra  oración. Es indispensable empezar por Él y con Él. Él  hace entrar en el corazón a Cristo resucitado. El Espíritu  Santo es quien nos despierta a la oración. No sólo  es Él quien viene a nosotros; nosotros también entramos en  Él.
 
 Y en la oración nos hace el Espíritu Santo pronunciar  “Jesús”, y entramos en el misterio, y viviremos nuestro bautismo  en Él, le ofreceremos todo, seremos invadidos por su divinidad.
 
 Es  en el corazón, como centro de la persona, donde está  la tumba, y allí el mismo corazón depone el cuerpo  siempre sufriente de Cristo, en la certeza de que el  Autor de la vida, Dios, lo resucitará. Allí, en el  corazón, está la tumba donde el Viviente desciende a nuestros  infiernos para arrancarnos de la muerte y nos grita, como  reza la segunda lectura de la Liturgia de las Horas  del Sábado Santo: “Despierta, tú que duermes, y levántate de  entre los muertos y te iluminará Cristo” .
 
 Es en  la oración, donde no sólo llevamos los perfumes a un  muerto, sino que llevamos el grito de esperanza a quien  no cree: “Ha resucitado”- le decimos. Nuestro corazón y oración  se hacen eclesiales. En la oración somos iglesia. Y sobre  el altar de nuestro corazón ofrecemos toda nuestra vida. Y  sólo lo que pongamos, será transformado por el Espíritu Santo.  Si ponemos poco, poco será transformado. Si ponemos mucho, mucho  será transformado. Si ponemos todo nuestro ser, todo nuestro ser  será transformado.
 
 Cuanto más limpio y desapegado esté el corazón,  más se llena del Espíritu. Cuanto más humilde y confiado  es el silencio del corazón, más lo dilata Jesús con  su presencia y nos convertimos en santos y nuestro corazón  se abrirá a todas las gracias que Dios nos quiera  ofrecer a través de la liturgia. Esas gracias nos santificarán.  No somos nosotros los que nos santificamos; es Dios, fuente  de santidad, quien nos santificará, si le dejamos y le  abrimos nuestra alma.
 
 Nos da miedo esta santidad, cuando nuestro  hombre viejo rehuye la oración. Abandonando el altar del corazón,  pretendemos compensar nuestro sacerdocio real trabajando sobre las estructuras de  este mundo, ¡como si éstas pudieran hacer venir el Reino!
 
 No queremos afrontar nuestra muerte, la muerte a nuestras ambiciones,  a nuestras vanidades, a nuestros planes personales. Antes de trabajar  sobre las estructuras económicas, sociales y políticas de este mundo,  hay que trabajar primero sobre el corazón de cada uno  de nosotros y convertirlo y santificarlo. Y esto lo logramos  desde la oración. Y un corazón santo pondrá estructuras santas.
 
 Cuando  el corazón se decide a orar, entra en el Espíritu  y en Cristo, participa en la epíclesis de la Iglesia  y está en la vanguardia del combate, del gran combate  pascual. En la oración, el Espíritu nos fortalece para el  combate; nos despoja de nuestras armas pesadas e irrisorias, como  le sucedió al pequeño David , para revestirnos de la  armadura ligera del hijo de Dios, las armas de la  cruz.
 
 En la oración no hay celebración festiva. No. Hay  lucha, y la oración ayuda a quienes dejaron las armas  de sí mismos, para que vuelvan a la batalla, en  la esperanza de la victoria de Dios. Entonces el corazón  en oración se convierte en mesa del banquete, donde hemos  sentado a todos, especialmente a los pobres y alejados, esperando  que venga después el banquete eucarístico, donde compartiremos el mismo  pan.
 
 Y con la oración se va logrando, en cierto  sentido, la deificación o divinización del hombre mediante la liturgia.  Si con la oración consentimos que nos invada el río  de la vida divina, nuestro ser todo entero será transformado,  nos haremos árboles de vida y podremos dar siempre el  fruto del Espíritu: amar con el amor mismo. Y el  amor mismo es Dios.
 
 A este misterio de la transformación en  Dios, mediante la liturgia vivida, lo llamamos deificación. Transforma todo  en nosotros: cuerpo, alma, espíritu, afectos, corazón. Deificación significa participación  de la divinidad del Verbo que se ha unido a  nuestra carne en nuestra humanidad concreta. Es la vida misma  de Dios que Jesús nos comunica, a través de los  sacramentos. Nuestra humanidad se va revistiendo de divinidad.
 
 A decir  verdad, desde que Cristo asumió nuestra naturaleza humana, y murió  y resucitó, ascendiendo al cielo, ya nuestra naturaleza, con todo  lo que tiene de bueno o de malo, ya no  nos pertenece. Por eso, lo único que debemos hacer es  no ser rebeldes y abrirnos al Espíritu para que esta  deificación se ponga en marcha día a día. El hijo  de Dios se ha hecho hombre, a fin de que  el hombre se haga hijo de Dios, nos dicen los  Padres de los primeros siglos.
 
 ¿Dónde se da esta deificación?
 
 En la  celebración de la liturgia, preparada por la liturgia del corazón  en la oración. Esta deificación no es súbita, sino progresiva  y vital, y depende de la disponibilidad de nuestra tierra.  A veces es lenta, pero siempre es real, paciente.
 
 Podemos romper,  quebrar esta imagen de Dios por el pecado. Será el  Espíritu Santo quien restaurará esa imagen de Dios en nosotros,  desfigurada por nuestros pecados. El fuego del amor del Espíritu  Santo consumirá nuestro pecado y lo transformará en luz.
 
 Esta  deificación crecerá por obra del Espíritu Santo. Él será quien  hará esta obra maestra en nuestro interior. Él nos pone  en comunión con la Trinidad santa. Lo único, pues, que  atrasará esta deificación es nuestra resistencia al Espíritu, nuestra soberbia,  nuestro pecado.
 
 De ahí, nuestro trabajo de ascesis y sacrificio  para luchar contra nuestras tendencias malas, y ofrecer todos los  días nuestra naturaleza humana a la obra deificante del Espíritu.  Esta obra de arte del Espíritu Santo en nuestra alma  durará hasta el día que muramos. Muestra de esto es  la vida edificante y heroica de los santos, que son  todo un monumento a la obra secreta del Espíritu Santo  en ellos.
 
 
 Comentarios al autor  P. Antonio Rivero  LC
 
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