| 2. Catequesis sobre la Liturgia II Parte | La Teología de la Liturgia
Teología de la Celebración
Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia (SC 26)
Generalidades
El hombre por naturaleza es un ser celebrante y es ésta una de sus manifestaciones que lo aproximan a su plena realización: el hombre no puede dejar de celebrar, si lo hace mutilaría algo de sí, dejaría de ser él mismo. Pero ¿qué tiene que ver la celebración con el hombre? Tiene que ver mucho, pues ella se basa en la dimensión expresiva y festiva del hombre, dimensión innata y esencial en él.
El hombre es un “animal religioso”, está religado al Absoluto (vive una constante relación con Dios), que lo llama a religarse también con “los otros”. Los hombres construyen de esta manera un sistema solidario de creencias (religión) para religarse con “el totalmente Otro”. Esta religación la ejecutan desde la celebración, pues el hombre quiere celebrar siempre el encuentro de gozo con el Absoluto, fin y verdad de su existencia.
Desde la fe podemos reafirmar lo anterior, ya que el hombre celebra el encuentro gozoso con aquel que lo ha salvado y creado. Este acto celebrativo de la fe se da desde la Liturgia, haciéndose acto significativo, ritual y festivo dentro de un lugar y de un tiempo concretos.
El Concilio Vaticano II recordó que las acciones litúrgicas pertenecen a la Iglesia y tienen como sujeto a todo el Pueblo de Dios (cf. SC 26). El Catecismo de la Iglesia Católica utiliza también esta categoría en el título de la segunda parte, y dedica a este concepto un capítulo (cf. CEC 1135-1209).
Entonces, para que la Liturgia sea una Celebración, es necesario que asuma y transforme la vida, y para ello tener una comunidad viva, porque participa de la vida, es decir, es solidaria con “los gozos y esperanzas, tristezas y angustias” de nuestro pueblo. Sólo una comunidad solidaria con la historia, que vive inserta en el proceso del país podrá rezar válidamente sin alienación.
La celebración tiene como núcleo central el Misterio Pascual del Señor. Este Misterio Pascual del Señor debemos descubrirlo y celebrarlo en nuestra historia, pues Él nos salvó en la historia y nos sigue salvando en ella.
Aproximación al Concepto de Celebración
Desde la etimología “celebrar” y “celebración” proceden del latín (celebrare-celebratio), lo mismo que el adjetivo “célebre” (céleber). Desde el punto de vista etimológico significan lo mismo que frecuentare, es decir, el acto de reunirse varias personas en un mismo lugar. Celebrar implica siempre una referencia a un acontecimiento que provoca un recuerdo o un sentimiento común. Célebre es no sólo el lugar frecuentado para la reunión, sino también el momento de la reunión, y naturalmente el hecho que la motiva. En el lenguaje común latino estas palabras tenían como objeto las fiestas paganas, los juegos del circo y los espectáculos en general, con un evidente matiz popular, comunitario e, incluso, religioso. La palabra celebrar y sus derivadas se cargaron de acepciones honoríficas, para con los dioses y para con los hombres que eran venerados –por ejemplo, los héroes de la guerra o los atletas-, aludiendo también a las manifestaciones externas del honor y la veneración (boato, solemnidad, etc.).
1. Desde la antropología
La Celebración es un acontecimiento social y comunitario. Es un medio de relación y encuentro. La Celebración crea apertura y provoca un acercamiento sobre la base de unos ideales o de unos intereses comunes. Es un factor de unificación de un grupo en orden a compartir una misma experiencia estética, religiosa o política, o para adoptar un determinado compromiso.. Por lo tanto es un factor educativo y catalizador moral de un grupo. La celebración quiere ser algo vivo, no aprisionado por una lógica fría y desencarnada (el texto y la ceremonia son un medio al servicio de los fines de la celebración). Celebrar es sinónimo de «hacer fiesta», o sea, jugar en el sentido más positivo de este término. Por eso celebrar es una actividad libre, gratuita, desinteresada, inútil, es decir, no utilizable con fines extrínsecos, aunque llena de sentido y orientada a poner en movimiento las energías del espíritu y la capacidad de trascender lo inmediato y ordinario para abrirse a la belleza, a la libertad y al bien. Celebrar es presentimiento y anticipo de la eternidad.
2. Desde La Teología de Liturgia
Los valores humanos de la celebración se suman a los específicos de la liturgia cristiana.
1. La celebración tiene una dimensión actualizadora de la salvación. La celebración no es un mero recordar, sino presencia “eficaz” de Dios. Es una epifanía del amor de Dios sobre los hombres.
2. La celebración tiene una dimensión escatológica. “En la liturgia terrena pregustamos y participamos de la liturgia celestial” (SC 8). Es el “ya, pero todavía no”.
3. La celebración tiene una dimensión comunitaria y eclesial. La celebración es una acción de Cristo y su Pueblo, jerárquicamente ordenado, es decir, de Cristo Cabeza y de los miembros de su Cuerpo. La celebración es causa y manifestación de la Iglesia. De esta manera la celebración litúrgica incide en la misión y en la pastoral de la Iglesia; en la vida social y política.
El fin primario de la celebración es la actualización en Palabras y Gestos, de la salvación que Dios realiza en su Hijo Jesucristo por el poder del Espíritu Santo. En la celebración se evoca para que se haga presente la salvación (vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo) en sus acontecimientos. El verbo celebrar traduce la expresión bíblica hacer memoria
Definición y aspectos de la celebración
Sumando los factores antropológicos y teológicos que configuran la celebración, se puede llegar a una definición de este fenómeno social tan complejo.
1. Debemos rescatar el carácter de “acción total”, tanto a nivel personal y social que posee la celebración. Por lo tanto, la celebración tiene una dimensión ritual: celebrar es actuar ritualmente, de manera significativa, movidos por un acontecimiento. En este sentido la celebración es la liturgia de la acción. Desde este punto de vista la celebración posee cuatro componentes: el acontecimiento que motiva la celebración, la comunidad que se hace asamblea celebrante, la acción ritual y el clima festivo que lo llena todo.
2. La celebración es “manifestación de una presencia salvadora que comunica la salvación”. La celebración de esta manera posee una dimensión mistérica. Ella responde a la “liturgia como misterio” (presencia y actuación de Dios en la historia).
3. La celebración “afecta a toda la existencia” orientándola y convirtiéndola en ofrenda grata a Dios. La celebración, por lo tanto, posee una dimensión existencial. La celebración responde a la “liturgia como vida”. En la celebración se hace símbolo y gesto la realidad cotidiana de una existencia convertida en culto al Padre en el Espíritu y la Verdad, santificada precisamente en la celebración. Por eso podemos decir que la liturgia es “fuente y cima” de la vida cristiana (cf. LG11; SC 10).
En consecuencia podemos llegar a una definición de la celebración y diremos que es el momento expresivo simbólico, ritual y sacramental en el que la liturgia se hace acto que evoca y hace presente, mediante “palabras y gestos”, la salvación realizada por Dios en Jesucristo con el poder del Espíritu Santo.
El silencio en la liturgia
¿Qué significa el silencio en la liturgia?
Hay momentos de silencio. ¿Qué significan esos momentos de silencio?
El silencio litúrgico no es un silencio de tartamudez; sino un silencio sagrado.
Nos dice san Juan Clímaco en su libro “Escala espiritual”: “el silencio inteligente es madre de la oración, liberación del atado, combustible del fervor, custodio de nuestros pensamientos, atalaya frente al enemigo... amigo de las lágrimas, seguro recuerdo de la muerte, prevención contra la angustia, enemigo de la vida licenciosa, compañero de la paz interior, crecimiento de la sabiduría, mano preparada de la contemplación, secreto camino del cielo “ (Escalón 11–30).
Nos dice el papa Juan Pablo II en su carta apostólica del 4 de diciembre de 2003, con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia: “Un aspecto que es preciso cultivar con más esmero en nuestras comunidades es la experiencia del silencio. Resulta necesario para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia. En una sociedad que vive de manera cada vez más frenética, a menudo aturdida por ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casualidad que, también más allá del culto cristiano, se difunden prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿por qué no emprender con audacia pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, ´el cual salió de casa y se fue a un lugar desierto, y allí oraba´(Mc 1, 35). La liturgia, entre sus diversos momentos y signos, no puede descuidar el del silencio” (n. 13).
¿Por qué hay momentos de silencio en la liturgia?
Es necesario el silencio para escuchar la Palabra de Dios, para prepararnos a escuchar esa Palabra. Dios se hizo Palabra en Jesús, y condición para escuchar esa Palabra es el silencio: silencio del corazón, de la mente, de los sentidos, silencio ambiental.
Hay un hermoso pasaje de la Biblia en 1 Sam 3, 10 cuando el joven Samuel en el silencio de la noche le dice a Dios: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Guardamos silencio para escuchar a Dios, preparar el terreno de nuestra alma para que caiga y germine esa semilla de la Palabra de Dios en el corazón durante esa ceremonia o celebración litúrgica (misa, bautismo, celebración penitencial, matrimonio, ordenación, etc); si estamos dispersos y hablando, la semilla se malogra y se pierde.
¿Cuáles son esos momentos de silencio?
Antes de la misa y de cualquier ceremonia litúrgica nos deberíamos preparar con el silencio, para reflexionar y pensar: ¿Qué vamos a hacer?; ¿con quién vamos a encontrarnos?; ¿qué nos pedirá Dios en esta ceremonia?; ¿cómo debemos vivir esta ceremonia?; ¿qué traemos a esta ceremonia?; ¿qué deseamos en esta eucaristía?; ¿qué pensamos dar a Dios?
Por eso urge hacer silencio en la iglesia antes de la misa, o de un bautismo, o de una boda... Hemos entrado en el recinto sagrado y hay que preparar el corazón, que será el terreno preparado donde Dios depositará la semilla fecunda de la salvación.
Silencios en la misa y cuál es su significado
Antes del “Yo confieso”: es un silencio para ponernos en la presencia del tres veces santo, reconocer nuestra condición de pecadores y pedirle perdón, y de esta manera poder entrar dignos a celebrar y vivir los misterios de pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Antes de la oración colecta: el sacerdote dice: “Oremos”. Es aquí donde el sacerdote, en nombre de Cristo, recoge todas nuestras peticiones y súplicas, traídas a la santa Misa. Antiguamente se usaban también otras fórmulas, dichas por el diácono, para llamar la atención de la asamblea antes de esta oración:
· “Guardad silencio”.
· ”Prestad oídos al Señor”.
En este silencio cada uno concreta sus propias intenciones. Por eso se llama oración colecta, porque colecciona y recoge los votos, intenciones y peticiones de toda la Iglesia orante.
Después de la lectura del Evangelio, si no hay homilía; si hay homilía, después de la misma. ¿Qué significado tiene ese breve silencio? Dejar que la Palabra de Dios, leída y explicada por el ministro de la Iglesia, vaya penetrando y germinando en nuestra alma. ¡Ojalá se encuentre siempre el alma abierta! ¡Qué pena sería que ese silencio fuera un torbellino de distracciones! Sería dejar meter los pajarracos que nos comerán esa semilla apenas sembrada en las lecturas y en el Evangelio.
Momento de la elevación de la Hostia consagrada y del Cáliz con la sangre de Cristo en la consagración. Es un silencio de adoración, de gratitud, de admiración ante ese milagro eucarístico. Es un silencio donde nos unimos a ese Cristo que se entrega por nosotros.
Después de la comunión, viene el gran silencio. Silencio para escuchar a ese Dios que vino a nuestra alma, en forma de pan, silencio para compartir nuestra intimidad con Él. Silencio para ponernos en sus manos. Silencio para unirnos a todos los que han comulgado y encomendar a quienes no han podido comulgar. ¡Aquí está la fuerza de la comunión!
También se recomienda un brevísimo silencio después de cada petición en la oración de los fieles. Aquí es un silencio impetratorio, donde pedimos por todas las necesidades de la Iglesia, del mundo y de los hombres.
Es muy aconsejable, después de la misa quedarse unos minutos más en silencio, para poder agradecer a Dios este augusto y admirable sacramento, al que nos ha permitido participar en la santa misa.
En los demás sacramentos también hay momentos de silencio fecundo:
En las ordenaciones sacerdotales: cuando el obispo impone las manos sobre la cabeza de ese diácono que en breve será consagrado sacerdote... Es un silencio sobrecogedor. ¡En ese momento viene el Espíritu Santo y a ese hombre le concede Dios la gracia de ser sacerdote, ministro de Dios, que “obra en nombre de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúa en su persona” , otorgándole el poder de consagrar el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y el poder de confesar los pecados, en nombre de Cristo! Lo convierte Dios de simple hombre a ministro de su gracia para la salvación del mundo.
En la unción de los enfermos: es un silencio para pedir a Dios la gracia de la curación espiritual, sin duda, y la corporal, si es la voluntad de Dios.
En un momento antes de la bendición de los novios: silencio para pedir a Dios la gracia de la fidelidad de los nuevos esposos.
Sentido del domingo
El domingo es, desde el punto de vista histórico, la primera fiesta cristiana; más aún, durante bastante tiempo fue la única. Los primeros cristianos comenzaron enseguida a celebrarlo, pues ya hablan del domingo la primera carta a los corintios (16, 1), el libro de los Hechos (20, 27), la Didaché (14, 1) y el Apocalipsis (1, 10).
Al inicio se le llamaba el día del Señor, el día primero de la semana, el día siguiente al sábado, el día octavo, el día del sol. Hoy ya lo llamamos domingo.
Tal vez una de las más importantes tareas cristianas de la actualidad sea la de devolver al domingo su carácter sagrado, litúrgico. Devolución que entrañará dos fases: retomar nosotros mismos el carácter sacro propio de ese día; y procurar que los demás también lo comprendan y lo asuman.
He dicho devolución porque quizá la pérdida del sentido sagrado del domingo sea una de las señales más claras de esta situación de desacralización o secularismo que caracteriza al mundo actual.
“Domingo”, “Día del Señor”, como queriendo decir “Día para el Señor” es uno de esos elementos en que se concentran y resumen todas las más importantes líneas de contenido del mensaje cristiano.
Por eso, ya Juan XXIII en su famosa encíclica “Pacem in terris”, del 15 de mayo de 1961, a los 70 años de la “Rerum Novarum” decía en el número 252: “Para defender la dignidad del hombre como creatura dotada de un alma hecha a imagen y semejanza de Dios, la Iglesia ha urgido siempre la observancia del tercer mandamiento del Decálogo: “Acuérdate de santificar las fiestas”. Es un derecho de Dios exigir al hombre que dedique al culto un día de la semana en el cual el espíritu, libre de las ocupaciones materiales, pueda elevarse y abrirse con el pensamiento y con el amor a las cosas celestiales, examinando en el secreto de su conciencia, sus deberes hacia su Creador”.
A propósito del domingo, dice la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia: “La Iglesia, por una tradición apostólica que tiene su origen en el día mismo de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado, con razón, “Día del Señor” o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, resurrección y la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los “hizo renacer a la viva esperanza, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1 Pe 1, 1). Por eso, el domingo es la fiesta primordial que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo...El domingo es el fundamento y el núcleo del año litúrgico.
del domingo con el sábado judío, del que nos habla el Antiguo Testamento
El sábado judío contiene algunos elementos que anuncian lo que será nuestro domingo.
El sábado judío era el día del descanso. Dios cesó de toda la tarea que había hecho (cf Gn 2, 2). Dios bendijo ese día y lo santificó (cf Gn 2, 3). Es también, más tarde, el día para la reunión sagrada (cf Lev 23, 3), para presentar ofrendas al Señor (Lev 24, 5-9). Es, además, día para recordar las maravillas que obró el Señor en Egipto, al realizar la liberación de su pueblo amado (cf Deut 5, 12-15). Es un día para imitar a Dios y para santificarse el hombre (cf Is 1, 11-19; 58, 13-14; Ez 22, 26). Esta fiesta del sábado es para todos, no sólo para quien es judío, sino también para quienes están vinculados con él (cf Ex 20, 10).
¿Por qué el cristianismo pasó el día de descanso para el domingo y no para el sábado?
La razón fundamental es que el domingo celebramos la resurrección de Jesús. Y Jesús resucitó el “primer día de la semana”. Y el primer día de la semana, computado al modo judío, es el que sigue al sábado.
La primitiva comunidad cristiana, guiada por el Espíritu Santo y conducida por los apóstoles, ya desde el comienzo de su existencia, después de Pentecostés, comenzó a celebrar este primer día con clara intuición del cambio operado desde el Antiguo Testamento (sombra, profecía, anuncio) al Nuevo Testamento (luz, cumplimiento, realidad).
Carta apostólica del papa Juan Pablo II sobre el Domingo
A partir de este contenido fundamental del domingo, día de la resurrección del Señor, Luz del mundo, podemos comprender sus restantes significados y el mensaje concreto para nuestras vidas, siguiendo la carta apostólica del papa Juan Pablo II sobre el Domingo del 31 de mayo de 1998. He aquí el resumen de esta carta:
Domingo, día del Señor: celebración de la obra del Señor. Domingo, día de Cristo: el día del Señor resucitado y el don del Espíritu. Domingo, día de la Iglesia: la asamblea eucarística, centro del domingo. Domingo, día del hombre: el domingo, día de alegría, descanso y solidaridad. Domingo, día de los días: el domingo, fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo.
Así, pues, el domingo es el día de la Trinidad Santísima, porque el culto que en Cristo y por Cristo tributamos a Dios, es culto al Padre, por el Hijo, en el Espíritu.
Es, además, el día de la “Pascua semanal”. Cada domingo es una Pascua en pequeño. Ya que la Pascua del Señor es el centro, la cumbre y la fuente de la historia de la salvación.
Domingo, día de la renovación de la Alianza eterna. Día que anuncia y simboliza la Parusía: “Cada vez que coméis este Pan y bebéis este Cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 26). Entonces ahora comprendemos que ese “descanso” o interrupción del trabajo, ese “reposo” es mucho más que una mera necesidad de recuperar las fuerzas desgastadas; es un símbolo del descanso y reposo eterno que obtendremos un día junto a Dios cuando el Señor regrese con gloria e inaugure el Reino definitivo (cf Hbr 4, 1-11).
De ahí que si el sábado era para el judío, con justicia, día de alegría, haya de serlo muchísimo más para los cristianos el domingo. Debe ser una alegría verdadera, alegría en el Señor (cf Flp 4, 4). Alegría que tanto el hombre busca...y que sólo podrá encontrar verdaderamente en Jesucristo.
El papa Juan Pablo II en la carta apostólica con motivo del cuadragésimo aniversario de la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia nos dice lo siguiente sobre el domingo: “ El domingo, día del Señor, en el que se hace memoria particular de la resurrección de Cristo, está en el centro de la vida litúrgica, como fundamento y núcleo de todo el Año litúrgico. No cabe duda de que se han realizado notables esfuerzos en la pastoral, para lograr que se redescubra el valor del domingo. Pero es necesario insistir en este punto, ya que ciertamente es grande la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos la ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien”
(n.9).
Celebración de la misa en Domingo Se realiza una celebración dominical puesto que el domingo es el "Día del Señor"
Liturgia de las horas
La Instrucción General de la sagrada Congregación para el Culto Divino de 1971, en su número 12 nos dice: “La Liturgia de las Horas extiende a los varios momentos del día las alabanzas y acciones de gracias, igualmente que la memoria de los misterios de la salvación, los ruegos y la pregustación de la gloria celestial que se nos ofrecen en el Misterio eucarístico que es el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana. Además, la misma celebración eucarística se prepara óptimamente por la Liturgia de las Horas, ya que las disposiciones para la fructuosa celebración de la eucaristía, como son la fe, la esperanza, la caridad, la devoción y el espíritu de sacrificio, adecuadamente se excitan y crecen en ella”.
El papa Juan Pablo II en su carta apostólica del 4 de diciembre de 2003, con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia nos dice lo siguiente: “Es importante introducir a los fieles en la celebración de la Liturgia de las Horas, que, como oración pública de la Iglesia, es fuente de piedad y alimento de la oración personal. No es una acción individual o privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia...Por tanto, cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las Horas, uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia, que celebra el misterio de Cristo. Esta atención privilegiada a la oración litúrgica no está en contraposición con la oración personal; al contrario, la supone y exige, y se armoniza muy bien con otras formas de oración comunitaria, sobre todo si han sido reconocidas y recomendadas por la autoridad eclesial” (14).
¿Qué es la Liturgia de las Horas?
Es el resultado de un proceso por el cual aquella doble exhortación del Señor Jesús a la oración y a la oración comunitaria se va estructurando en una serie de súplicas que, distribuidas a lo largo de cada jornada, impregnan todo el día. Germen de esto lo podemos encontrar en la primitiva comunidad cristiana que se reunía para la oración (cf Hech 2, 42). 46).
Ciertamente no es una oración cualquiera. Es, más bien, una plegaria litúrgica, oficial, que vincula en la misma plegaria a todos los fieles de todos los lugares, por lo que se realiza aquello de que, aunque sea una multitud dispersa a través del mundo, “tiene un solo corazón y una sola alma” (Hech 4, 32) y busca tener también una sola voz, uniéndose en las mismas palabras. “De esta manera las oraciones hechas en común poco a poco se ordenaron como una serie definida de “horas” (o momentos). Esta Liturgia de las Horas u Oficio Divino, enriquecido por las lecturas, es, sobre todo, oración de alabanza y de súplica y también oración de la Iglesia con Cristo y a Cristo” (Instrucción General, n. 2).
Por esto podemos comprender que la Liturgia de las Horas es una nueva manera de ejercicio de la participación del sacerdocio de Cristo, por lo que constituye un derecho de todo bautizado y una dignidad de la que nadie debería sentirse al margen. Y por eso, hay que desterrar definitivamente la idea de que esta Liturgia de las Horas sea tarea que compete sólo a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas de especial consagración.
Todo el pueblo de Dios está llamado a tomar parte en ella. Por lo que la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia expresa: “Se recomienda a los laicos que recen el Oficio Divino o con los sacerdotes o reunidos entre sí e incluso en particular”(n. 100). Y unos números atrás nos decía la misma constitución conciliar: “La función sacerdotal de Jesucristo se prolonga a través de su Iglesia que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando la eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio Divino”(n. 83).
Estructura actual de la Liturgia de las Horas
La estructura concreta se realiza mediante una serie de oraciones, que señalan, consagran, santifican diversos momentos del día.
En el fondo de la estructura subyace todavía la clásica manera antigua de computar las horas que, en comparación con la actual, nuestra, va de tres en tres horas. Así primitivamente y, sobre todo, en los monasterios, el Oficio Divino comprendía ocho momentos de oración en el transcurso de cada jornada (8 por 3 = 24 horas).
A propósito de lo cual, resulta positivo incluso para nosotros, hombres del siglo XXI, recordar las palabras de san Juan Crisóstomo, que no han perdido actualidad: “Porque somos hombres, nos relajamos y distraemos fácilmente. Por eso, cuando una hora, o dos o tres después de tu plegaria, te das cuenta de que tu primer fervor se ha entibiado, recurre lo más pronto posible a la oración y enciende de nuevo tu espíritu que se enfría. Si haces esto durante todo el día, encendiéndote a ti mismo por frecuentes plegarias no darás ocasión al demonio para tentarte o para que entre dentro de tus pensamientos”.
Y ya mucho antes de san Juan Crisóstomo, las Constituciones Apostólicas del siglo II-III recomendaban a los cristianos: “Debéis orar por la mañana, a la hora tercia, sexta, nona, a la tarde y al canto del gallo”.
La actual estructura de la Liturgia de las Horas comprende estas horas:
Oración de la mañana, al levantarse: Laudes. Oración hacia las nueve de la mañana: Hora Tercia. Oración del mediodía: Hora Sexta. Oración hacia las tres de la tarde: Hora Nona. Oración al finalizar las tareas, de las seis a las ocho de la tarde: Vísperas Una oración, que actualmente puede ubicarse en cualquier momento de la jornada: Oficio de lectura. Y, finalmente, una oración inmediatamente antes del reposo nocturno: Completas.
Son, pues, siete momentos de oración en el transcurso de cada jornada, según aquello del salmo: “Siete veces al día te alabo por tus justos juicios” (Salmo 119, 164). De esos siete momentos hay dos que son principales y se consideran como “quicios” o ejes de toda la Liturgia de las Horas: Laudes y Vísperas.
El contenido de las “Horas”
Consta de:
Un himno inicial que –poéticamente- nos ubica en el momento propio en que se hace la plegaria.
Tres salmos.
Una lectura bíblica: extensa en el “Oficio de Lecturas”, menos extensa en las restantes horas.
Oración de intenciones en Laudes y Vísperas.
Oración conclusiva.
En el “Oficio de Lecturas” hay, además, una segunda lectura más o menos extensa, referida a diversos temas y tomada de los Santos Padres o de los Santos festejados.
Además, en el oficio de “Completas”, antes de acostarse, se añade, al comienzo, un examen de conciencia y un acto penitencial. Como término obvio al final de la jornada, además de dar gracias al Señor por todos sus dones y lo bueno que hemos podido realizar con ellos, no podemos eludir la necesidad de pedir perdón por nuestras faltas.
Quiero terminar esta pregunta, valorando una vez más la Liturgia de las Horas. Esta Liturgia brota de la esencia misma de la Iglesia que es comunidad orante por excelencia y que busca tributar a Dios aquella “adoración en espíritu y en verdad” de que Jesús habla a la samaritana (cf Jn 4, 23); y que intercede constantemente por la salvación de los hombres todos, en unión con Jesús, que rogó tan insistentemente por ella.
Con la Liturgia de las Horas nos asociamos, desde la tierra, al himno que los ángeles y los santos tributan para siempre a Dios en la gloria y por mismo se convierte en algo así como un “adelanto del cielo”. Con razón dice sobre esto la Instrucción propia: “Con la alabanza ofrecida a Dios en la Liturgia de las Horas, la Iglesia se asocia al canto de alabanza que, en el cielo, se canta sin cesar; y así pregusta aquella alabanza celestial descrita por Juan en el Apocalipsis que resuena siempre ante el trono de Dios y del Cordero” (n. 16).
Por eso, la Liturgia de las Horas es fuente de grande gozo. Como que en ella, además, la Iglesia asume “los deseos de todos los cristianos e intercede por la salvación de todo el mundo ante Cristo y, por él, ante el Padre” (n. 17). De esta manera, la Liturgia de las Horas no es sólo medio de santificación personal (n. 14), sino también eficaz instrumento de fecundidad apostólica.
Termino esta pregunta recomendando vivamente a todos los laicos a que acepten la cálida invitación que ha hecho Dios, a través del Concilio Vaticano II, y se vayan poniendo en contacto con este Oficio divino que les abrirá, como la misa, una nueva y copiosa fuente de vida cristiana. Quien aprende a gustar esta Liturgia nunca más la abandonará.
Catequesis en audio:
Santa Misa: Rito Latino y Ritos Orientales
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Preguntas que pueden servirte para estructurar tus conclusiones - ¿Qué es la celebración desde el aspecto teológico y antropológico? - ¿Por qué debemos hacer silencio en la liturgia? - Describe brevemente el sentido del domingo - ¿Cuál es el objetivo de la Liturgia de las horas?
Bibliografía recomendada/ artículos de apoyo :
- Carta del Papa a los Obispos sobre "Summorum Pontificum" La Carta de Benedicto XVI a los obispos de todo el mundo sobre el Motu Proprio Summorum. Referente al misal de Juan XXIII
- Ecclesia De Eucharistia
- Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la rececpción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar
- Sacrosanctum Concilium (Constitución Dogmática del Vaticano II para la Liturgia)
- Redemptionis Sacramentum Sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía
- Dies Domini ( Carta apostólica JPLL sobre la santificación del domingo)
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